No podemos dejar que desaparezcan. Lugares donde mujeres y hombres cultivan sus raíces. Donde se amasa la tradición en cocinas de casas con nombre propio. Donde los recuerdos siempre vienen a nuestro encuentro. Donde aún se escucha el eco de la historia. Esos que tanto fueron y ya no son, pero que el alma los mantiene. El vientre que ha engendrado las ciudades que hoy le hacen desaparecer. Donde su lengua no está muerta, sólo un poco olvidada. Donde la naturaleza aún da forma a los caminos y perfuma las mañanas. Donde la comida sabe a mar y a tierra, en cocinas de carbón y leña que huelen a café de puchero. Viejas manos que labran la tierra con agilidad, y cabellos níveos que descansan sobre sillas de enea. Corredores que hablan de arte y fauna que habla de vida. Donde los niños saltan en los patios mientras sus abuelos les cuentan sus batallas. Donde nadie es ajeno a nadie. Donde el tiempo se congela entre sonidos de pájaros y grillos. Donde el calor cruje la madera de los suelos y el viento silba entre las montañas. Donde el folclore se viste, no se disfraza.

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Los pueblos son el punto álgido de la experiencia de un viaje cuando se trata de conocer una cultura. El lugar donde se encuentran todas las respuestas. Generalmente, a la hora de conocer un país, pensamos en sus grandes ciudades. Aquellas que utilizan como emblema monumentos y museos. Estas ciudades nos hablan de historia, de la evolución de una sociedad, y no deja de ser una experiencia tan real como la que se vive en un pueblo. Todo depende de lo que el viajero busque. Si hemos elegido un destino seducidos por las peculiaridades que lo identifican y lo diferencian, debemos empezar por obviar aquellos lugares donde los imperialismos han calado más fuerte, y esto, por lo general, se encuentra en las grandes ciudades. La experiencia será más «auténtica» cuanto menos cosmopolita sea el lugar que visitas. El medio rural siempre ha sido menos vulnerado por la “colonización cultural”. En ellos se conservan de una forma más “pura” las tradiciones. Un encanto especial que realmente te envuelve en esa atmósfera que se espera encontrar en un viaje.

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Uno de los elementos más cautivadores que puedes experimentar de un pueblo es la oportunidad de escuchar lenguas que no podrías reconocer en ningún otro lugar del mundo. La lengua es un sello de originalidad. Los pueblos se han convertido en el salvavidas de las lenguas minoritarias. Dejarte perder entre la eufonía de las palabras y los acentos, aunque no entiendas nada. La gastronomía también es otro de sus grandes atractivos. Productos de las huertas familiares, el ganado que pasta en el entorno o el producto de un pequeño puerto pesquero. Experiencias que son casi imposibles de conseguir en la ciudad.

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El olor de la flora autóctona, y el sonido de la fauna. La formación del paisaje y el color de la vegetación. El estruendo de las olas embistiendo las playas y los acantilados, y ese olor a mar en los pueblos costeros. La insistencia del eco y el aroma verde en los bosques y prados de un pueblo de montaña. Aquí reside la identidad de un pueblo. Una identidad que le proporciona el propio entorno natural, y que obliga a quien lo visita a rendirse y adaptarse a él. Una de las grandes ventajas que tiene viajar al medio rural, que aún se mantiene vigoroso ante la presión turística que modifica los lugares al capricho del visitante, desvirtuando la esencia de viajar.

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Nuestro deber es proteger los pueblos. Seamos conscientes de la gran oportunidad que hemos tenido de poder disfrutarlos. Quizás seamos las últimas generaciones que hemos crecido amamantados de una cultura aún vinculada con la naturaleza. Los últimos que aún hablan con sus abuelas otras lenguas diferentes a las dominantes. Los últimos que aún pueden disfrutar de un ocio y una paz que se ha perdido entre el tráfico y los clubs de moda de las ciudades. Los últimos niños que han visto enormes animales en libertad, o han desgastado los pies corriendo en la hierba antes que los ojos frente al televisor.

Volvamos a los pueblos. Volvamos hablando su lenguaje, viviendo en sus casas, cocinando sus platos, trabajando en sus oficios, cuidando sus tierras y festejando sus fiestas. Volvamos para revivirlos. Para recordarles que les debemos lo que somos. Para no dejarles caer en el olvido. Volvamos para reconocernos y reconocerles. Volvamos para sentirnos libres.

Alejandra Gayol